30/6/10

Los Olmedo


El 17 de Octubre de 1945 es uno de esos días en los que la gente, en Argentina, se acuerda exactamente qué estaba haciendo y dónde. Fue una fiesta de todos.
Ésta es la historia de la familia Olmedo. Don Jorge, obrero metalúrgico,-que en realidad su especialidad era la mecánica automotriz, pero como se le ofreció una vacante en “Metal Urgent” y no había muchas posibilidades, dijo que si- estaba arreglando el sifón de desagüe (el caño de debajo) de la pileta de la mesada que su hijo, Albertito (Tito), tapó cuando lavó el mate y tiró la yerba ahí.
Mientras Jorge metía mano en el desagote, su esposa Miriam, con su ropa de entre casa, le cebaba unos “tererés”, por el calor que hacía, con la radio Nacional de fondo, apoyada con su hombro en el marco de la puerta que de la cocina y de espaldas al líving-comedor.
En el líving-comedor, estaba Tito jugando a la guerra con “los soldaditos” y un avión cazabombarderos, que su padre le había regalado el día anterior por su cumpleaños numero nueve. En el juego, Tito simulaba cómo uno de los bandos, el más equipado (con tanques, camiones-ametralladoras y el cazabombarderos), sedía ante el avance, en forma de plaga, del bando menos provisto.
“Listo”, dijo Don Jorge a Miriam y se lavó las manos en la misma pileta. Salió, luego, fuera a tirar la yerba que quitó al árbol de ciruelas y observó, por encima de la pared que separa el patio de la calle lateral, las cabecitas de varios niños y oyó mucho ruido de gente charlando, mezclado con gritos de pequeños, pasos de duros zapatos y ladridos de perros. “Ah…esto debe ser lo que me dijeron en el trabajo”, pensó.
En el líving, con la Mamá a su lado, Tito abrió la puerta para ver qué sucedía. Una multitud de personas copaban lo ancho, hasta los bordes de las veredas con las casas, y lo largo de las calles. De los coches estacionados, a penas se veían los techos. En la esquina, la señora Towneil discutía con un hombre porque, éste, manchó de grasa su guante blanco al chocarla, según él, sin intención.
Tito, al ver llegar a su padre a la puerta, le pidió que lo sentara en sus hombros. Desde allí, observó del otro lado de la acera, un grupo de veinte a veinticinco jóvenes con las camisas desprendidas, mostrando sus pechos desnudos, y a varias personas que, a pesar de la multitud y de que varios traían puestos borceguíes, andaban descalzos.
Desde la multitud, la familia Olmedo recibía cálidos saludos de las personas como “Dios los bendiga, hermanos”, “Saludos compañeros”, y a Don Jorge “Compañero trabajador”, en un saludo que buscaba algún cumplido de familiaridad. El niño, por su parte, recibía gestos de sus compañeritos de escuela cuando acompañaron a sus madres a saludar a Miriam.
“Mirá Papá, es el tío Luís”, alertó Tito señalando hacia la esquina. Pero Luís no podía acercarse, ya que estaba a mitad de calle y la cantidad de gente era cada vez mayor. “Vamos Jorge, venite, venite con todos que no pasa nada”, gritó su hermano conociendo su característica protectora.
“¿Podemos ir Papá?”, preguntó Tito. Don Jorge miró a Miriam a los ojos, ésta tomó las llaves del costado de la puerta, cerró la persiana americana que daba a la calle y le contestó a su hijo por su padre “Si hijito, vamos todos”.

26/6/10

Mundo de ciegos




Odio la porquería en la que estoy inmerso. Lloro por no poder superarla. Me enfado porque existe, y está muy cerca, me toca, me ensucia.
¡Qué asco la tecnología que pudre las mentes! ¡Qué asco la sociedad que pudrió sus vidas! ¡Qué asco salpicarme con esta pestilencia!
Cómo odio tener que luchar contra un mundo que vive y se compromete con sus propias inmundicias. Coexisten con los escombros de altares promiscuos e intentan agradarles con sus actos. “¡Son escombros!”.
Quien más excita la rabia que siento, soy yo. El tropezar con estos escombros miles de veces. Estan por todos lados. Cuando voy y cuando vengo. También cuando estoy solo.
Estan dentro mío, y sus filosas puntas lastiman mi interior. El polvo que generan al chocar entre si, esta raspando mi garganta y se me dificulta hablar, cantar, gritar.
Entran por mis ojos y no sé si salen. Muchas veces los escupo, involuntariamente, y develan que, en realidad, eso que tanto odio, sale de mi.
Vivo en un mundo afectado por mi naturaleza. Indignado estoy. Camino y me tropiezo, miró con qué y me infecto, respiro y lo afecto.
¿A caso no ven por dónde andamos? ¿Soy el único que nota su infección? ¿Habrá alguna cura para este mundo inmundo?
Odio tropezar una y otra vez con estos escombros. Cerraré los ojos e imaginaré un mundo, crearé un “yo” limpio donde mis piés no tropezarán. Donde cantar será respirar, donde mirar será ver.
Pero al cerrarlos, todo ello está ya diseñado. Veo el Sol brillar y también veo su resplandor iluminar los extensos pastizales que antes, con los ojos abiertos, eran escorias, ripios y ruinas.
Puedo ver, por primera vez, gente ciega a mi lado manejarse sin dificultad alguna. En este mundo el discapacitado es el vidente.